Hoy, después de cuarenta y tres años, empujado por la sensación de ser un animal intruso en un territorio hostil, volví a refugiarme en el piano para tocarlo no a dos manos, sino con pezuñas de camélido. Irónicamente, a pesar de mis esfuerzos, las notas suenan bien, acaso porque se trata de un Essex de 220 kilogramos que me lleva a donde quiera. Con todo, las pezuñas no ayudan, qué va. Hoy intenté los delicados primeros cuatro compases del Nocturno #20 en Do menor de Chopin, cuyas indicaciones son de piano a pianísimo, y conseguí moverme de malo a malísimo en plan Sí mayor. Fue entonces que mi hijo de diez años, Joaquín, salió de su cuarto y me pidió que no tocara tan fuerte el chachachá porque con la bulla no conseguía leer su Astérix. Lo dijo con todo el cariño del mundo, además: Daddy, please…, haciéndome sentir menos camélido y más burro que de costumbre. Por eso ahora, ahora mismo, me estoy obligando a encontrar mi vieja armónica, ponerme luego un abrigo, salir del departamento y acodarme cerca del tiradero de basura para soplar algún blues casero a los mapaches.
A child of five would understand this. Send someone to fetch a child of five! (Groucho Marx)
El filósofo español Julián Marías decía que, teniendo en cuenta la peculiaridad del habla alemana de Heidegger, nunca lo había entendido en español, mientras el filósofo alemán Walter Kaufmann decía que, teniendo en cuenta la peculiaridad del habla alemana de Heidegger, nunca lo había entendido en alemán. En cualquier caso, parece difícil entender la obra de Heidegger en cualquier idioma. Quizá uno de los motivos, el más notorio, es que el pensamiento de Heidegger gira alrededor del problema del ‘Ser’ sin que nadie sepa exactamente si esta palabra tiene alguna correspondencia con la realidad según los alcances de la ciencia, o solo adquiere sentido en los vastos dominios de la retórica y la literatura fantástica.
Cual fuera el caso, lo cierto es que Heidegger utiliza la palabra ‘Ser’ como una premisa mayor, como un hecho indiscutible, como un artículo de fe; la convierte en pivote de sus razonamientos y construye proposiciones que se deducen a partir de aquel fantasma. Postula que el Ser origina la existencia humana a un tiempo que la justifica. Revalúa un sustantivo neutro para el Ser del humano, dasein(da: ‘allí’, ‘en ese lugar’; sein: ‘ser’, ‘estar’), y de este ámbito verbal desaloja o arrincona problemas como la culpabilidad, la angustia, la esperanza, la inconsciencia o la muerte. Esto puede sugerir que Heidegger ha sido fascinado por los conceptos de Ser y de Esencia tal como aparecen en los libros vii y viii de la Metafísica de Aristóteles (pues los utiliza de manera similar) y con ellos hace gimnasia literaria, sin considerar la posibilidad de estar manejando conceptos muy subjetivos, socialmente muy limitados, vacíos de significado transcultural o incluso del todo irreales —una contingencia que, por cierto, había sido ya discutida anteriormente por Platón en el Sofista).
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Se dirá que para que algo tenga significado no es necesario que tenga existencia real. Estoy de acuerdo. Ya Meinong planteó el problema de la montaña de oro, que tiene significado en la medida que tiene significantes con significado literario (por ejemplo, si se trata de una figura literaria como la alegoría, o de otra como la catacresis, etcétera). De ello derivó Bertrand Russell su teoría de los tipos lógicos y los niveles de verdad según la categoría de los enunciados. Así, la frase ‘existe una montaña de oro’ es importante en un conjunto se significación que incluya, por ejemplo, a la literatura fantástica, pero no en otro conjunto que maneje proposiciones analíticas dentro de un marco de relaciones empíricas. En este sentido, las afirmaciones de Heidegger solo se enraizan en la metafísica.
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“Pleno de méritos, pero es poéticamente / como el hombre habita sobre esta tierra”. Estos son los versos desde los cuales Heidegger despliega su ontología —todo un “hechizo retórico”, según George Steiner—. Así, Hölderlin es el pretexto, el lenguaje humano es el contexto y Heidegger escribe el texto que nos interpreta. De ese modo, la tensión dramática que tanto le gustaba está bien servida. La coherencia que unifica el manojo de sus silogismos existe únicamente si razonamos dentro de los parámetros que ha fijado su dialecto; por consiguiente, los silogismos se alzan autorreferenciales y se extraen tanto de las etimologías como de la tradición metafísica griega. Al respecto, quizá basten dos ejemplos del razonamiento de Heidegger para probarlo; uno es en relación con la palabra ‘habitar’, y el otro con la palabra ‘poesía’.
En el primer caso, Heidegger recuerda que en el antiguo inglés y en el alto alemán la palabra building (una construcción, un edificio, un inmueble; una sólida y permanente estructura que cobija, que provee protección contra los riesgos de la naturaleza, que en ocasiones encierra) proviene del vocablo buan: “permanecer en un lugar”, “habitar”. Por otro lado, subraya el hecho de que bauen, buan, bhu, beo originan la palabra bin en sus versiones germánicas ich bin, “yo soy”, du bist, “tú eres”, y la forma imperativa bis, “es”. Luego se hace esta pregunta: ¿qué quiere decir ich bin?, y la respuesta la extrae de la primitiva palabra bauen, que engendra bin. “Ich bin, du bist mean”, nos dice Heidegger; esto es: yo resido, yo vivo en, yo moro; tú resides, tú vives en, tú moras. En consecuencia, la clave para entender lo que el hombre es nos la dispensaría el término buan que corresponde a vivienda, morada. Y esto es claro para Heidegger porque tiene en mente que la voz inglesa dwell proviene del antiguo vocablo sajón wuon, emparentado con el gótico wunianque se equipara con bauen. Lo que significaría que en dwell estarían implicadas las nociones tanto de permanencia como de libertad, puesto que wunian se traduce como estar en paz, traer paz, quedarse en paz. Y la palabra alemana para ‘paz’, friede, tiene la misma raíz que free: “libre”. Por lo tanto, la interpretación heideggeriana revelaría que somos verdaderamente libres en nuestra morada o habitáculo, ya que el habitar es la esencial manera de ser de los humanos sobre la tierra.
En el segundo caso, procedente del anterior, Heidegger se enfrenta al prejuicio de la inutilidad fáctica de la poesía. Ya Platón había aconsejado la expulsión de los poetas de una república ideal, en tanto no aportaban nada provechoso a su polis y, para colmo de males, desviaban a las personas de la verdad —de las esencias—. Siglos después, Oscar Wilde reivindicaría esa condición políticamente inepta y la alzaría como un estandarte. Más romántico aún, Heidegger buscará en las etimologías griegas la justificación trascendental de los poetas y la poesía. De este modo rastrea el vocablo griego que cree originario, poiesis, y se percata de que no significa inercia o inutilidad: por el contrario, indica un hacer, una acción humana. Entonces, entusiasmado, deduce que si la condición fundamental del poeta es el hacer, y si el humano adquiere las cualidades de su Ser gracias al habitar, y si para habitar se necesita un espacio físico antropológicamente construido (unbuilding, que implica un trabajoso hacer), nada más claro que el modelo esencial del Ser libre, humano, por las relaciones expuestas arriba, es el hacedor por excelencia: el poeta. Por lo tanto, quod erat demonstrandum,Hölderlin estaba en lo cierto.
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Todo esto sugiere que, para Heidegger, la justificación ontológica, la razón primordial del Ser, nos la concede el lenguaje, pues se trata de la causa y el efecto del dasein. “El Ser se revela en el lenguaje”, escribió muchas veces (Lacan lo leyó bien), y de tal axioma colige que en el maremágnum del lenguaje se ocultan las revelaciones sagradas, las hierofanías; que gracias al lenguaje tenemos la potestad de sentir la existencia de la divinidad; que gracias al lenguaje nuestra consciencia y nuestras relaciones pueden ser profundas y no superficiales. Más aún: mediante el lenguaje podemos reconocer que tenemos una esencia humana, y por tal motivo lo que nos dice el lenguaje resulta válido para una sola persona y para todas. Así, el lenguaje se unge como un absoluto del cual podemos derivar el fundamento de nuestra existencia.
Como fuera, hoy me parece que esta apetencia de un absoluto quizá haya sido la causa motriz, disimulada y neurálgica, de los razonamientos Heidegger. Elegir al lenguaje como la narrativa ontológica por excelencia es una opción lícita, por supuesto, pero asimismo resulta arbitraria. En rigor, de la misma forma podríamos inferir la significación de los humanos partiendo del análisis de una fruta, de la cojera de Quevedo o de la lluvia, siempre y cuando respetemos las leyes de nuestra gramática y sus derivaciones semiológicas.
Acaso una manera abusiva de entender a Heidegger sea reduciendo su filosofía a un triste hecho: no le gustaba el mundo tal y como lo veía, sin dioses, sin belleza romántica, sin heroísmo clásico, mayormente agitado por un conjunto de técnicas vertiginosas y por la usura. Como Macbeth, bien pudo haber exclamado con desesperación que la realidad era “a tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing”, y como todos quiso obligarla a tener sentido. Acaso jamás se dio cuenta de que el mundo que echaba de menos pudo no existir jamás, excepto en los libros.
Razonando de manera similar a Rumí, Wittgenstein, al final del acápite 109 de sus Investigaciones filosóficas, parece creer que la filosofía no es otra cosa que una batalla de nuestro lenguaje contra las hechicerías de la inteligencia —al menos, esta fue mi interpretación de su “Die Philosophie ist ein Kampf gegen die Verhexung unseres Verstandes durch die Mittel unserer Sprache”—. Para salir de dudas, consulté la edición Suhrkamp Verlag del 2010 y, poco después, hablé con un buen amigo austriaco sobre el sentido de la afirmación. Lo que saqué en claro es que, según el caso, la sentencia de Wittgenstein puede ser interpretada de tres maneras: o el lenguaje es un compuesto de procesos que nos auxilia para descifrar la realidad; o es un compuesto de procesos que nos engaña haciendo que la realidad se acomode a nuestros deseos; o, por último, ambas cosas a la vez. Parecería que Wittgenstein quiso hacer eco de la advertencia del Tao Te King, previniéndonos contra el apego incondicional a los formalismos técnicos de la lógica. También, que quisiera promover la poesía, casi en afinidad con Heidegger, ya que esta suele llevar la contraria a las reglas de la sensatez y nos entrega al embrujo del lenguaje para que se haga cargo de los argumentos (es decir, “verba tene, res sequenter”). Aunque, desde luego, en ambos casos es factible que haya anhelo de verdad. Como fuera, De rerum natura, el Tao Te King, el Masnavi-ye Manavi, o luego Hamlet, Así habló Zaratustra o Poemas humanos bien podrían considerarse, a la vez, ensayos filológicos, juegos teatrales de convenciones lingüísticas y ejercicios hambrientos de saber.
En fin. También el lenguaje proviene y existe debido a los antojos de nuestra naturaleza, y vive en el sentido en que viven otras manifestaciones naturales de este planeta. Así pues, cualquier lenguaje humano forma parte innata de la realidad que nos concierne y, por tanto, teniendo o no pretensiones de verdad, su práctica entraña un discernimiento que la filosofía, la ciencia y la literatura siempre intentarán descubrir. Tal vez por eso, y quizá pensando en sí mismo, William Faulkner escribió misteriosamente en The Town: “…poets are almost always wrong about the facts. That’s because they are not really interested in facts: only in truth”.
En 1871, en una famosa carta dirigida a su buen amigo Paul Demeny, Arthur Rimbaud resumió una de las tantas estrategias de los enemigos de la muerte diciendo: “ Je est un autre ” : “Yo soy un otro” o, simplemente, “Yo soy otro”. Otro tanto había escrito en 1855 Whitman, celebrando la ocurrencia: “I am large, I contain multitudes”. La idea resultaba ingeniosa y se proponía confundir a la muerte. Por desgracia, esta siempre ha sido corta de entendimiento y tiene mala vista, de modo que, por las dudas, para no errar, hasta ahora se lleva consigo al yo con todos sus yos, incluyendo al mismo tiempo a sus escondidas multitudes. Como era de suponer, la situación ha originado una rebelión de los otros, que afirman no tener ninguna comunicación con el yo ni con sus semejantes y consideran una afrenta que se les haya involucrado sin previa consulta. En este punto, qué le vamos a hacer, y pese a sus lazos de parentesco con ambos bandos, se espera una reacción semejante de las multitudes para contrariedad del yo. Pero la discusión, afortunadamente, siempre termina en el mismo saco donde la muerte, harta de tanta barahúnda, mete a todo este estúpido gentío para sentirse en paz.
Escribiendo a la distancia, en nuestro viejo secreter de familia, me parece que cualquier debate debiera iniciarse definiendo simplemente ciertas palabras fundamentales y revelando sus distintos usos. Por ejemplo, ahora mismo: qué se entiende por ‘democracia’, qué se entiende por ‘comunismo’.
Etimológicamente, democracia significa “gobierno (kratos) del pueblo (demos)”, y lo malo del asunto es que podemos entenderla en modo activo o pasivo. El matemático Piergiorgio Odifreddi nos lo explica así: “En una primera interpretación, la canónica, el pueblo es el sujeto que gobierna. En cambio, en la segunda, secreta, el pueblo se convierte en objeto a ser gobernado” (La democrazia non esiste. Critica matematica della ragione pratica, 2018). ¿Y qué nos dice, en principio, la última edición del diccionario de la RAE? Sobre democracia, la primera entrada indica: “Sistema político en el cual la soberanía reside en el pueblo, que la ejerce directamente o por medio de representantes” (usando aquí la tercera acepción de ‘pueblo’, esto es: “conjunto de personas de un lugar, región o país”). La tercera entrada de la palabra democracia es: “Forma de sociedad que reconoce y respeta como valores esenciales la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley”. Teniendo en cuenta lo anterior, la enciclopedia virtual Wikipedia pormenoriza: “En sentido estricto, la democracia es una forma de organización del Estado en la cual las decisiones colectivas son adoptadas por el pueblo mediante mecanismos de participación directa o indirecta que confieren legitimidad a sus representantes. En sentido amplio, democracia es una forma de convivencia social en la que los miembros son libres e iguales y las relaciones sociales se establecen conforme a mecanismos contractuales”.
Notaremos pues que la democracia no es un sistema en pleno ejercicio sino un ideal; en la práctica, la soberanía y la legitimidad son tejemanejes de poderes jamás distribuidos equitativamente. Acaso podríamos pensar en una torta que se sirve para veinte invitados y se corta en veinte porciones; diez rebanadas se las traga uno solo, cinco se entregan a cuatro, doce reciben otras cuatro porciones y la última va para tres. A todo esto se denomina reparto de poderes. En nuestra economía, por ejemplo, tal situación de extremos se traduce así: el 0,1% de la población administra una riqueza superior al millón de dólares (entre ellos, 18 peruanos con más de US$ 500 millones cada uno) mientras que alrededor del 3% de nuestras gentes subsiste en la miseria; el 20% de nuestros paisanos son pobres, mientras que las clases medias más vulnerables (aquellas que corren el riesgo de rodar hasta la pobreza) equivalen a un 34%. El resto de la ciudadanía está eventualmente a salvo. Estos, al menos, son los datos que barajan el INEI, el Ministerio de Economía y el Instituto Peruano de Economía. Hagámonos cargo, entonces, de quiénes escriben el guión de las puestas en escena en el Perú.
Con tales datos en la cabeza, pasemos a la definición que el mismo diccionario propone de comunismo. Recordando que la palabra remite al vocablo latino communis, esto es, “común, compartido”, la RAE nos dice: “Movimiento y sistema político desarrollados desde el siglo xix, basados en la lucha de clases y en la supresión de la propiedad privada de los medios de producción”. Consultemos, enseguida, la Wikipedia: “El comunismo es un sistema político y un modo de organización socioeconómica, caracterizado por la propiedad en común de los medios de producción, así como por la inexistencia de clases sociales, del mercado y del Estado”. De inmediato resulta evidente que quienes profesan el comunismo están animados por una aspiración utópica, es decir, proponen un sistema no menos ideal que el de la democracia. Con una diferencia que han observado historiadores y psicólogos: el horizonte de expectativas de la democracia incluye el egoísmo, y de aquí la necesidad de una serie de «mecanismos contractuales» que, a pesar de la natural multiplicidad de ambiciones personales, logren ciertas clases de convivencia sustentadas en una aceptable satisfacción individual que no estorbe el bien común. En cambio, el horizonte de expectativas del comunismo excluye al egoísmo, de manera que se hace indispensable una aptitud filantrópica para que ese proyecto social funcione, o una serie de mecanismos represivos para que el bien común y la convivencia pacífica estén por encima de las ambiciones personales. Tal diferencia de fondo, esencial, quizá se mantenga desde los orígenes de cada uno de esos proyectos políticos. Mientras la democracia tal vez surgió arduamente como una serie de concesiones gubernamentales bajo la complejidad creciente de las ciudades mediterráneas, quizá las raíces más hondas del comunismo se hallen en las primitivas colectividades de pastores y agricultores, cuyo núcleo unificador místico acaso sirvió de estrategia grupal para sobrevivir al desdén de la naturaleza. En ambos casos hubo un desplazamiento hacia la cohesión, pero, en el segundo, aquella cohesión sugiere la existencia de una masiva esencia religiosa y disciplinaria.
Los primeros registros de una sociedad que entendió la democracia como un privilegio aristocrático provienen de Atenas, mientras que los pitagóricos, los espartanos del siglo VI a.C. y los primeros apóstoles nos han dado prototipos de sociedades con lineamientos comunistas. Para darnos una clara idea del primer caso basta con revisar la Constitución de los Atenienses, de Aristóteles (o de alguno de sus discípulos), y para tener un concepto más definido de la segunda clase de ordenamiento colectivo bien podríamos remitirnos a Property and Wealth in Classical Sparta de Stephen Hodkinson y a los Hechos de los apóstoles (2: 43-45). Por otro lado, en un debate actual entre quienes se dicen demócratas y quienes se afirman comunistas, incontables veces se confunden al menos dos acepciones de la palabra ‘pueblo’, de suerte que las personas hablan de cosas diferentes pensando que hablan de lo mismo. Los demócratas suelen emplear la tercera acepción mencionada líneas arriba, en tanto que los comunistas acostumbran —dando por hecho una superioridad ética derivada de los largos siglos de maltratos y padecimientos— blandir la cuarta acepción: “Gente común y humilde de una población”. En consecuencia, los desacuerdos se multiplican y los escasos convenios resultan bastante frágiles por apoyarse sobre un equívoco.
Hasta aquí hemos hablado de palabras, del peso y la importancia que tienen las palabras para entendernos adecuadamente en una plática o en un debate. En este aspecto, parafraseando a Simone Weil, creo que un vulgar error de vocabulario casi siempre causa un grave error de pensamiento. Desde luego, otro problema adicional es la calidad de los adversarios políticos que discuten cara a cara o mediante cualquier medio tecnológico de comunicación. Resulta curioso que, en política, los testimonios históricos nos ha enseñado que deberíamos valorar más las críticas de la razón escéptica antes que los ardientes sueños de la inteligencia. También, que la estupidez no es únicamente patrimonio de la gente estúpida: hay premios Nobel estúpidos, profesores estúpidos, administradores estúpidos, etcétera, que no se dan cuenta de que lo son y causan estragos por doquier. No en balde Nicolas de Condorcet, después de afirmar lo mismo respecto de los políticos charlatanes en el Journal d’instruction sociale publicado en 1793 con sus amigos Duhamel y Sièyes, agregaba: “Todos quieren ser los favoritos del pueblo con el fin de convertirse en sus tiranos. Todos calumnian la virtud hasta que adquieren el poder para acorralarla. Todos detestan los talentos que no se rebajan a servirlos. Todos temen que las luces se propaguen porque solo pueden vencer luchando en la oscuridad”.
Sobre esto, en 1988 se publicó en Italia un librito del historiador de la economía Carlo M. Cipolla llamado Alegro ma non troppo, y cuya lectura en las escuelas y los colegios, a mi entender, sería de enorme beneficio en el Perú. Analizando la estupidez humana, Cipolla dice, por ejemplo: “La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona”. En otras palabras, la nacionalidad, la etnia, la clase social, la astucia, la santidad o la erudición no inmunizan contra la estupidez. Y para perfilar mejor las cualidades de su grupo de estudio, Cipolla concluye: “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. Desde luego, nos sobran ejemplos ciudadanos con esta facultad. Podemos mencionar, sin pensarlo mucho, a los capos de la mafia, cuya lógica del carpe diem llevada a sus límites ha solido regalarles muertes sangrientas de sus niñas y niños, esposas, madres y padres, familiares muy cercanos en general y mascotas en particular. O mencionar a Adolfo Hitler, que por salvar a la ficticia raza aria de comunistas, gitanos y judíos por poco desaparece Alemania y sus vecindades, mientras que hacia el oriente José Stalin construía su versión del paraíso obrero a medio camino entre un cementerio de almas y un gulag. (Se me dirá que Stalin la pasó bien sembrando cadáveres, lo mismo que Hitler, pero sus biógrafos cuentan tristes intimidades de ellos. El más usual efecto de su poder omnímodo fue una paranoia que los obligaba a ordenar que alguien probara sus alimentos antes que ellos, por miedo a que los rebeldes frieran sus intestinos. En América Latina, las vidas del nacionalista de derechas Jorge Rafael Videla y el de izquierdas Fidel Castro nos cuentan algo parecido. De vivir así a la locura no hay más que un paso, y ellos lo dieron).
Si mal no recuerdo, Winston Churchill observó que el mejor argumento contra la democracia era una simple conversación con un político y con un votante. Esta idea calza muy bien en todos los períodos históricos de nuestro Perú republicano. No hace mucho, los candidatos a la presidencia del 2021 prefirieron el sentido común del momento, que no fue más que otro momento de una común estupidez. Su motor continuó siendo la ambición cicatera y vesánica, por un lado, y un obcecado e incongruente anacronismo, por otro. Las investigaciones que detallaron los graves problemas de injusticia social del capitalismo y los no menos graves problemas de carencia de libertad del comunismo no les interesaban realmente; o mejor dicho, les interesaban tan solo en la medida que permitían desnudar los enormes defectos del sistema político antagonista. En ambos casos, se cavó con mayor profundidad la fosa de ignorancia en relación con la pobreza extrema o el imparable deterioro planetario. Desdeñaron incluso la noción de democracia representativa, afín a los dos proyectos sociales, pues no les importó otra representación que la de sí mismos. Esta conducta fue a todas luces estúpida debido a que no contempló la probabilidad de un bienestar gradual y extensible ya sea mediante contratos con capitales privados o a través de inversiones estatales, y se movió, por el contrario, hacia el visceral objetivo de apropiarse de la mayor cantidad de poder para disolver cualquier oposición.
El exiguo vocabulario que manejaron entonces Castillo y Fujimori pareció darle toda la razón a Churchill tanto como a Simone Weil. Sus ideas elementales sobre capitalismo y comunismo fueron fascinantes por trasnochadas, y sus planteamientos económicos tuvieron un trasfondo mesiánico que se alzó como la única salvación frente al anticristo bíblico. ¿Toda aquella alucinante retórica de intolerancia pudo tener alguna finalidad racional escondida bajo la manga, o se trató únicamente de oscurantismo y estupidez? Es una disyuntiva que para mí continúa siendo uno de los tres grandes misterios de la política peruana. El segundo es la aceptación pusilánime del voto obligatorio, y el otro, la idea extendida, presuntuosa y autoritaria de que no valdrá nunca la pena votar en blanco.