Logicómicas

1) El narcisismo es el máximo común divisor de los nacionalistas; el mínimo común múltiplo es la estupidez.

2) ‘Ejeyué asher ejeyé’ fue la fórmula hebrea que propuso Dios a sus amanuenses para que hablen de Él. “Fui soy seré el que fui soy seré”, dijo satisfecho, empleando la letra ‘vav’ que hace simultáneos todos los tiempos verbales. A los judíos de alma cartesiana esto les pareció el final de un brillante razonamiento metafísico; a los de índole existencialista, una premisa que describe nuestra subjetiva condición humana. Mi viejo geriatra, con un chispazo de orgullo, solía decir que por eso mismo los no nacidos y los muertos también están hechos a Su imagen y semejanza; mi hijo, en cambio, enamorado de las matemáticas, afirmó que aquella expresión disfrazaba una simple tautología. Acaso el geriatra pensaba menos en Dios que en sí mismo, y acaso mi hijo se refería tanto a Dios como al geriatra. Pero si Heráclito, Aadi Shankará, Bruno o Spinoza estuvieron en lo cierto, todo esto da igual.

3) En álgebra definimos a la identidad como una igualdad que se verifica siempre, cualquiera que sea el valor de sus variables. Quizá por eso, aunque de muy lejos, nos parece que la gente fanática tiene algún síndrome de identidad algebraica. Ella defiende que su identidad proviene de una clase de atributos especiales, de un conjunto de rasgos inconfundibles, valiosos, originales, y de la conciencia de una verdad que la diferencia de los demás individuos. Mientras que en el álgebra la simplicidad suele ser la meta, en esa gente lo es la simpleza; el punto de partida de aquella es la curiosidad y el interés por algo ajeno a sí misma, y en esta es la más necia rusticidad. Resulta interesante pensar que en ambos casos las creencias nacen de un manojo de reglas platónicas, y que respecto de la identidad el algebra estimula la creatividad, y la gente fanática, una sigilosa  proclividad a la cosificación y la necrofilia.

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Sobre una mecedora

28 de septiembre: diez días con mi tercera neumonía. La tos resulta agotadora y me provoca unos mareos divertidos. Trato entonces de no reírme de mí mismo, pues la risa convoca de nuevo a la tos y esta reclama de inmediato a la risa. El resultado es una pasión circular incontenible. Tos y risa se hacen amantes en esta oscura habitación de mi cuerpo. Desde luego, sabemos que lo suyo será efímero, pues si logro restablecerme tendrán que separarse, y si no —me apena decirlo—, morirán conmigo.

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Idea con variaciones

Un telar encantado: así era el cerebro para Charles Sherrington. En 1906 lo proclamó en un bello libro, The integrative action of the nervous system, que cambió para siempre la concepción de nuestras funciones neuronales. Hoy, con menos poesía, se entiende que nuestro cerebro es el área donde ocurren innumerables tormentas eléctricas autocontroladas fisiológicamente. Dicho de esta manera, se han inaugurado nuevas rutas de pensamiento; también, desde luego, nuevos límites que derribar.

Un telar encantado, sí, ¿por qué no? ¿Es más exacto y menos mágico decir que hay un millón de tormentas eléctricas en un espacio del tamaño de la punta de un alfiler? ¿Es realmente más exacto?

y no.

Sí, en tanto uno ajuste sus ideas y enunciados dentro de y hasta los límites del marco teórico que les da consistencia.

No, en la medida en que uno se aparte de aquel marco teórico.

Todo esto se sostiene, además, según creo, en las problemáticas definiciones genuinas.

Una definición genuina es aquella que se origina en una decisión categórica sobre el uso de uno o más términos de una lengua comunitaria. La exposición que de ella hacen Bertrand Russell y Alfred Whitehead en Principia Mathematica es la siguiente: Dicen: yo, el autor, por la presente anuncio que usaré siempre que lo desee cierta palabra o expresión A en lugar de cierta expresión B, y que, cuando lleve a cabo esta sustitución, consideraré que no he realizado cambio alguno en la significación del enunciado implicado. Así, una definición genuina expresa un acto de voluntad. Si se desea mostrar desacuerdo con ella se debe hacer sobre bases éticas y no pretendiendo que la definición no es verdadera. Una definición está lógicamente al mismo nivel que una traducción, pero difiere de ella (en cualquier caso en el que el punto de vista técnico esté implicado) en que se halla más bajo el control de quien la realiza”.

Creo que esto se olvida cuando leemos, por ejemplo, las definiciones de número natural, o cuando operamos con los números naturales. Kurt Gödel puso en claro estas inadvertencias mediante dos teoremas célebres, que dicen: a)En cualquier formalización consistente de las matemáticas que sea lo bastante fuerte para definir el concepto de números naturales, se puede construir una afirmación que ni se puede demostrar ni se puede refutar dentro de ese sistema”; b)Si un sistema axiomático puede demostrar que es consistente a partir de sí mismo, entonces es inconsistente”.

En todo caso, los apuntes de Russell y Gödel —y, más tarde, de Zermelo, Fraenkel o Robinson— señalan que las matemáticas son una disciplina de bases axiomáticas y, por consiguiente, con fundamentos resueltamente arbitrarios, como la ética. Lo cual es fascinante si uno piensa que es como estar sobre el más alto y sereno edificio del mundo y, de pronto, se percata de que los cimientos de ese edificio son tan inconsistentes como los de un fantasma.
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